Salió el
sembrador a sembrar su semilla” (Lc 8, 5). El campo somos nosotros, esos
corazones donde la mano de Dios echa amorosamente la semilla de la gracia, con
la esperanza de ver en ellos fructificar la virtud en abundancia de buenas
obras. No obstante, esos corazones reciben de formas muy diferentes esas semillas:
unos, como tierra pisada; otros, como abrojos; otros aún, como piedras; y sólo
una parte, como tierra buena (cf. Lc 8, 5-8).
Además,
Jesús nos explica que el divino Agricultor no se encuentra a solas labrando el
campo. Muchos otros, junto con Él, también están sembrando: unos, el trigo
verdadero; y otros, la cizaña. Así, en una misma porción de tierra, ambos son
sembrados juntos, crecen juntos e incluso son segados juntos... pero, en una
fracción de instante, son bruscamente separados: la cizaña es quemada y el
trigo, recolectado (cf. Mt 13, 24-30).
¿Por qué?
Porque Dios ama la justicia y odia la iniquidad (cf. Heb 1, 9), y “no descansará
el cetro de los malvados sobre el lote de los justos” (Sal 124, 3).
¿Cuándo
será la cosecha? En el momento en que la humanidad menos se lo espere, pues “el
Día del Señor llegará como un ladrón” (1 Tes 5, 2); cuando ella, en su
prepotencia, piense que puede impunemente levantar su brazo contra Dios,
“entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina” (1 Tes 5, 3). Para ello bastará
un instante, pues Satanás cayó del Cielo “como un rayo” (Lc 10, 18); así también
“el que esté en la azotea y tenga sus cosas en casa no baje a recogerlas” (Lc
17, 31).
¿Quién
obrará la siega y la posterior separación? El mismo Dios, todopoderoso, el
cual, aunque mande “la lluvia a justos e injustos” (Mt 5, 45), premia a los
buenos y castiga a los malos (cf. Mt 25, 46), y separará a unos de los otros por
el ministerio de sus santos ángeles (cf. Mt 13, 49). Por eso el divino Maestro,
que es “el Camino y la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), afirma que no vino a traer
la paz, sino la división (cf. Lc 12, 51), de modo que “estarán divididos cinco en
una casa: tres contra dos y dos contra tres” (Lc 12, 52).
Finalmente,
¿cómo será separada la cizaña del trigo? Presentándose la Verdad. En efecto,
ella esclarece, revela y divide; une, fortalece y salva a los buenos, pero
desenmascara, confunde y disipa a los malos. La Verdad es como la luz: ante
ella no resiste la maldad, como tampoco las tinieblas logran vencer a la
claridad. Lo Absoluto define, y Dios juzga. El destino eterno se decide en función
de la opción que cada uno hace ante la Verdad.
Esto
explica las persecuciones, los martirios y las bienaventuranzas, porque “de la
misma manera persiguieron a los profetas” (Mt 5, 12), y “si a mí me han
perseguido —dice Jesús—, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Así,
persiguiendo a Dios en sus hijos, cumplen “las palabras de los profetas que se
leen los sábados” (Hch 13, 27), a menudo sin darse cuenta siquiera de ello.
Por
consiguiente, la victoria de Dios es cuestión de tiempo, ¡y poco! Lo importante
es permanecer en Él, para que “tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados”
(1 Jn 2, 28) cuando venga.
Fuente: Editorial de la Revista Heraldos del Evangelio N°168- Julio/2017
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