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domingo, 8 de abril de 2012

¡Jesucristo verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!

"El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: «Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día». Y las mujeres recordaron sus palabras. (Lc. 24, 1-8)"

viernes, 6 de abril de 2012

Palabras de Benedicto XVI al concluir el Vía Crucis

A continuación les ofrecemos  las palabras del Papa Benedicto XVI al concluir el Vía Crucis en el Coliseo Romano la noche del Viernes Santo 2012:

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos recordado en la meditación, en la oración y en el canto, el camino de Jesús en la vía de la cruz: una vía que parecía sin salida y que, sin embargo, ha cambiado la vida y la historia del hombre, ha abierto el paso hacia los «cielos nuevos y la tierra nueva» (cf. Ap. 21,1). Especialmente en este día del Viernes Santo, la Iglesia celebra con íntima devoción espiritual la memoria de la muerte en cruz del Hijo de Dios y, en su cruz, ve el árbol de la vida, fecundo de una nueva esperanza.

La experiencia del sufrimiento y de la cruz marca la humanidad, marca incluso la familia; cuántas veces el camino se hace fatigoso y difícil. Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos, enfermedades, dificultades de diverso tipo. En nuestro tiempo, además, la situación de muchas familias se ve agravada por la precariedad del trabajo y por otros efectos negativos de la crisis económica.

El camino del Vía Crucis, que hemos recorrido esta noche espiritualmente, es una invitación para todos nosotros, y especialmente para las familias, a contemplar a Cristo crucificado para tener la fuerza de ir más allá de las dificultades. La cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios para cada hombre, la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada. Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras familias deben afrontar el dolor, la tribulación, miremos a la cruz de Cristo: allí encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).

En la aflicción y la dificultad, no estamos solos; la familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y superar todo obstáculo. Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de nuestra vida y de la familia. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada hombre que cree en su Palabra.

En aquel hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la muerte misma adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y vencida, es el paso hacia la nueva vida: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn. 12,24).

Encomendémonos a la Madre de Cristo. A ella, que ha acompañado a su Hijo por la vía dolorosa. Que ella, que estaba junto a la cruz en la hora de su muerte, que ha alentado a la Iglesia desde su nacimiento para que viva la presencia del Señor, dirija nuestros corazones, los corazones de todas las familias a través del inmenso mysterium passionis hacia el mysterium paschale, hacia aquella luz que prorrumpe de la Resurrección de Cristo y muestra el triunfo definitivo del amor, de la alegría, de la vida, sobre el mal, el sufrimiento, la muerte. Amén.

jueves, 5 de abril de 2012

Homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa Crismal 2012

Ofrecemos  la homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa Crismal 2012 en la Basílica de San Pedro:

Queridos hermanos y hermanas

En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado, es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres partiendo de Dios y por él. 

Pero, ¿somos consagrados también en la realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?».

Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también a mí mismo después de la homilía. Con esto se expresan sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada autorrealización.

Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy? Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto.

Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de una auténtica renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?

Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino.

Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la fuerza del amor.

Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón, Pablo decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo, que ellos podían ver y a la cual se podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado continuamente estas «traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia. Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de sacerdotes santos, que nos han precedido para indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los sacerdotes mártires del s. XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de mostaza.

Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este momento de la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos – como dice Pablo – «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos corresponde el ministerio de la enseñanza (munus docendi), que es una parte de esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su rostro y su corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra.

El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.

Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella. En este contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo y en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a ser uno con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que estamos modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual. Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido tocado en su corazón.

La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque – se dice – expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido; de las personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma. Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo. Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos colme con la alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos servir a su verdad y a su amor. Amén.

miércoles, 4 de abril de 2012

El Via Crucis

El “Via Crucis" en latín o "Camino de la Cruz", que también se le llama Vía Sacra o Estaciones de la Cruz o Vía Dolorosa, se trata de un camino de oración que busca profundizar y meditar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo en su camino al Calvario.

El camino se representa con una serie de imágenes de la Pasión o "Estaciones" correspondientes a incidentes particulares que Nuestro Señor padeció  por  nuestra salvación. Las estaciones generalmente se colocan en intervalos en las paredes de la iglesia o en lugares reservados para la oración. Los santuarios, casas de retiros y otros lugares de oración suelen tener las estaciones  en un terreno cercano.

La erección y uso de las Estaciones se generalizaron al final del siglo XVII. Al principio el número de Estaciones variaba pero finalmente quedó en catorce.

La costumbre de rezar el Via Crucis posiblemente comenzó en Jerusalén. Ciertos lugares de La Vía Dolorosa (aunque no se llamó así antes del siglo XVI), fueron reverentemente marcados desde los primeros siglos. Hacer allí las Estaciones de la Cruz se convirtió en la meta de muchos peregrinos desde la época del emperador Constantino (Siglo IV).

Según la tradición, la Santísima Virgen visitaba diariamente las Estaciones originales y el Padre de la Iglesia, San Jerónimo, nos habla ya de multitud de peregrinos de todos los países que visitaban los lugares santos en su tiempo (años 342-420).

Desde el siglo XVII los peregrinos escriben sobre la "Vía Sacra", como una ruta por la que pasaban recordando la Pasión. No sabemos cuando surgieron las Estaciones según las conocemos hoy, pero probablemente fueron los Franciscanos los primeros en establecer el Vía Crucis ya que a ellos se les concedió en 1342 la custodia de los lugares mas preciados de Tierra Santa.

Muchos peregrinos no podían ir a Tierra Santa ya sea por la distancia y difíciles comunicaciones, ya sea por las invasiones de los musulmanes que por siglos dominaron esas tierras y perseguían a los cristianos. Así creció la necesidad de representar la Tierra Santa en otros lugares más asequibles e ir a ellos en peregrinación.

En los siglos XV y XVI se erigieron Estaciones en diferentes partes de Europa. El Beato Alvarez (1420), que en su regreso de Tierra Santa, construyó una serie de pequeñas capillas en el convento dominico de Córdoba en las que se pintaron las principales escenas de la Pasión en forma de estaciones. Por la misma época, la Beata Eustochia, clarisa, construyó Estaciones similares en su convento en Messina.

La finalidad de las Estaciones es ayudarnos a unirnos a Nuestro Señor haciendo una peregrinación espiritual a la Tierra Santa, a los momentos mas señalados de su Pasión y muerte redentora. Pasamos de Estación en Estación meditando ciertas oraciones. Varios santos, entre ellos San Alfonso Ligorio, Doctor de la Iglesia, han escrito meditaciones para cada estación. También podemos añadir las nuestras. Es tradición, mientras se pasa de una estación a la otra, cantar una estrofa del "Stabat Mater"  o algún canto popular que manifieste el pedido de perdón por nuestros pecados.

Nada mejor que meditar los misterios de la Pasión del Señor para despertar en nuestros corazones, sentimientos nobles y convicciones sólidas que fortalezcan la vida cristiana, imitando así al modelo divino que padeció, murió y resucitó por nosotros. Él nos antecedió en la misma vía que todos debemos trillar: las pruebas, la muerte y la resurrección.

Que el Señor muerto y resucitado, por intercesión de la Madre de los Dolores, nos dé la gracia de una verdadera conversión, es decir, un empeño consecuente de evitar el pecado y de buscar en todo la gloria de Dios y el bien del prójimo.


1.  Jesús es condenado a muerte.
2.  Jesús carga con la cruz.
3.  Jesús cae por primera vez.
4.  Jesús encuentra a su Santísima Madre.
5.  Simón el Cirineo le ayuda a llevar la cruz.
6.  La Verónica limpia el rostro de Jesús.
7.  Jesús cae por segunda vez.
8.  Las mujeres de Jerusalén lloran por Jesús.
9.  Jesús cae por tercera vez
10. Jesús es despojado de sus vestiduras.
11. Jesús es clavado en la cruz.
12. Jesús muere en la cruz.
13. El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz.
14. El cuerpo de Jesús es colocado en el sepulcro.


Clic aquí: Via Crucis: Las 14 estaciones y meditaciones

Via Crucis: Las 14 estaciones y meditaciones

A continuación les ofrecemos un  Via Crucis con meditaciones de autoría de Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP, siendo éstas una garantía segura y preciosa para profundizar los misterios que viviremos en esta Semana Santa.

Via Crucis

Autor: Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP

Oración Inicial

“Sin mí, nada pueden hacer” (Jn 15, 5).
Oh Jesús mío, me preparo en este momento para acompañarte en tu Vía Crucis. En él voy a encon­trarte llagado, sin fuerzas y ensangrentado: “Pero yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el deshecho del pueblo” (Sl 22, 7). Una fuerte expresión usa la Escritura al referir­se a Tu Pasión. Muy diferente es tu Divina Fi­gura de la que contemplaron los Apóstoles en el Tabor, o caminando sobre las aguas, o curando a los enfermos. En este camino hacia la Cruz veré estampadas la fealdad, la maldad de mis pecados y la profunda misericordia del Señor. ¡Ah, Señor Jesús, perdón! Comienzo pidiéndote perdón por tanta miseria y por la enorme culpa que tengo en tus tormentos.
Para eso te pido la intercesión de la Virgen Do­lorosa. Que ella me cubra con su maternal manto, auxiliándome a unirme a ti y también a abrazar mi cruz. Así sea.


I Estación
Jesús es condenado a muerte

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Pilato volvió a entrar en el pretorio y, llaman­do a Jesús, le dijo: “¿Eres tú rey de los judíos?”. Respondió Jesús: “Mi reino no es de este mun­do. Si de este mundo fuera mi reino, mis minis­tros habrían luchado para que no fuese entrega­do a los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. (Jn. 18, 33-36)
Viendo Pilato que nada conseguía, sino que el tumulto crecía cada vez más, hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: “Yo soy inocente de esta sangre; es asunto de ustedes”. Y todo el pueblo contestó diciendo: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado. (Mt. 27, 24-26)

Jesús al afirmar que su reino no es de este mun­do, no deja de querer ser Rey de nuestros corazo­nes. Va a entregarse en manos de los verdugos por amor a nosotros; en este momento de su captura, ¿no debemos ofrecerle nuestros corazones?
No quiero permanecer imparcial frente a este profundo deseo de Jesús. Esta fue la gran falta cometida por Pilato: su imparcialidad frente a un llamado divino y de una falsa acusación. Jesús me está implorando que le dé mi corazón en este paso de la Pasión. Él quiere mi santificación.
¡Oh Jesús! Me conmueve verte preso, conde­nado a muerte y considerado inferior a Barrabás. Veo el enorme peso de mis pecados en el odio de los que te rechazan. Acepta, Señor, mi pobre cora­zón y asúmelo como Rey y Señor absoluto. Estoy seguro de que si así lo haces, jamás te ofenderé.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.



II Estación
Jesús carga su Cruz

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciu­dad para dirigirse al lugar llamado “Calvario”, en hebreo, “Gólgota”. (Jn. 19, 17)
Y sin embargo él estaba cargado con nuestros sufrimientos, estaba soportando nuestros pro­pios dolores. Nosotros pensamos que Dios lo había herido, que lo había castigado y humilla­do. (Is. 53, 4)

Jamás un romano podría ser condenado a muer­te de crucifixión, por ser el símbolo máximo de la deshonra, reservada a los peores criminales. El signo de vergüenza por excelencia fue abrazado por Jesús, “cargando sobre sí la cruz…”
En este paso de la Pasión, Jesús toma sobre sus hombros mis pecados. No obstante, el Divino Redentor es un Rey tan grandioso que transformará la cruz en un objeto de Redención. Se la colocará en lo alto de las fachadas de las iglesias, en las coronas de los reyes y será la pasión de los santos.
¿Qué debo ofrecer a Jesús en este momento en que lo veo besar la cruz?
¡Oh Jesús mío! Al verte arrodillado para abrazar la cruz, me lanzo a tus pies contrito y humillado. Consume todas mis culpas en tu infinita miseri­cordia y transfórmalas en corona para tu gloria.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


III Estación
Jesús cae por primera vez

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Pero fue traspasado a causa de nuestra rebel­día, fue atormentado a causa de nuestras malda­des; el castigo que sufrió nos trajo la paz, por sus heridas alcanzamos la salud. (Is. 53, 5)

¡Terribles son nuestros crímenes; hacen caer a un Dios hecho hombre!
En el camino hasta el Calvario, Jesús caerá dos veces más aún. El agotamiento producido por la flagelación, seguida por la coronación de espinas, la noche sin dormir…
Bien podría negarse a seguir su Vía Crucis. Bastaría todo lo ocurrido hasta aquí para justifi­car una incapacidad de proseguir. Pero, Él desea enseñarnos a no desanimar nunca. En este paso Él demuestra que está dispuesto a levantarnos de nuestras caídas, por peores que sean.
Oh Jesús, castigado por mis pecados, cómo te adoro y te agradezco que quieras levantarme de mis caídas. Elévame de esta situación en que me encuentro, produce en mí una verdadera conver­sión para que regrese al camino de mi salvación y nunca me desanime. Que deteste todo lo que me separa de ti, que muera para el pecado y que jamás desconfíe de ti.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


IV Estación
Encuentro de Jesús con su Madre Santísima

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Entonces Simeón les dio su bendición, y dijo a María, la madre de Jesús: Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan o se levanten. Él será una señal que muchos re­chazarán, a fin de que las intenciones de muchos corazones queden al descubierto. Pero todo esto va a ser para ti como una espada que atraviese tu propia alma. (Lc. 2, 34)
¡Ustedes, los que van por el camino, deténgan­se a pensar si hay dolor como el mío, que tanto me hace sufrir! (Lam. 1, 12)
“Su madre conservaba estas cosas en su cora­zón”. (Lc. 2, 51)

Ella debía recordar con exacti­tud las palabras del Arcángel San Gabriel durante 18 19
la Anunciación: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el tro­no de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.” (Lc. 1, 32-33)
Pero, ¿cómo será ese trono y ese reino — debe­ría pensar Ella — si mi Hijo es una sola llaga de la cabeza a los pies, sin fuerzas bajo el peso de la cruz?
María, por su sabiduría, conocía profundamente la inmensa gravedad del pecado. Pero, ¿sería ne­cesario llevar las cosas hasta ese punto? ¿Quién podría imaginar una escena más trágica? Una es­pada de dolor atravesó su alma purísima y allí de­positó un sufrimiento desgarrador.
¡Oh Virgen Dolorosa! Ruega por mí por la gran culpa que tengo en este paso de la Pasión. Re­conozco mis faltas y te agradezco que te hayas asociado a los tormentos de tu Divino Hijo para redimirme. ¡Madre del Señor! Invoco este sagra­do intercambio de miradas entre Madre e Hijo, en circunstancias tan dramáticas, para implorar per­dón.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


V Estación
Jesús es ayudado a llevar la Cruz por el Cirineo

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Un hombre de Cirene, llamado Simón, padre de Alejandro y de Rufo, llegaba entonces del campo. Al pasar por allí, lo obligaron a cargar con la cruz de Jesús. (Mc. 15, 20-21)

Los soldados romanos temen que vaya a morir el Divino condenado, antes de llegar al Gólgota.
Urge encontrar a alguien que lo auxilie a terminar el recorrido.
El centurión que dirigía a los soldados roma­nos ve a Simón. ¿Quién era él? Se sabe sola­mente que era de Cirene. Casi un anónimo. Y aunque haya sido obligado a llevar la cruz con Jesús, de alguna forma cooperó con la obra de la Redención.
¡Oh, qué ejemplo extraordinario para mí! Aún siendo inocente — si es así, tanto mejor — y mucho más si soy pecador, debo recordar de las palabras del Divino Maestro: “el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. (Mt. 10, 38)
Es indispensable que tome mi cruz, o sea, aque­lla responsabilidad, aquella humillación, la cruz de la honestidad y de la rectitud de conciencia, de la práctica de la virtud.
¡Oh Jesús, que en este paso de tu Pasión me pi­des ayuda, quiero seguirte con mi cruz. Ayúdame a ayudarte, Señor.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los peca­dores,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


VI Estación
La Verónica enjuga el rostro de Jesús

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Alza sobre nosotros, ¡oh Yavé!, la lumbre de tu rostro. Yo en justicia contemplaré tu faz, y me saciaré, al despertar, de tu imagen (Sl 4, 7: 17, 15).

“Vera icona”, o sea, verdadera imagen. Este es el significado del nombre de aquella que se com­padeció de Jesús y le secó el rostro. ¿Qué podría ofrecerle Él, en ese momento, como retribución a tan noble actitud? Su verdadera faz. Jesús quiso dejarnos este precioso mensaje: siempre que, de alguna forma, yo le enjugue la faz, su fisonomía se estampará en mi alma, seré otro Cristo. Sí; “chris­tianus alter Christus”, el cristiano es otro Cristo.
Si en la vida de todos los días me empeño en auxiliar al prójimo a seguir las vías del Evangelio, de la salvación, el rostro de Cristo se grabará en mi espíritu, y yo me haré semejante a Él.
Comprendo ahora, con el auxilio de tu gracia, tu mandamiento: “que os améis los unos a los otros; como yo os he amado” (Jn. 13, 34). Tú quieres que sea solícito con los necesitados de mi auxilio, bondadoso con los humildes, fuerte con los orgu­llosos. Estoy dispuesto a proceder así.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


VII Estación
Jesús cae por segunda vez

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Ni siquiera abrió la boca; lo llevaron como cor­dero al matadero, y él se quedó callado, sin abrir la boca, como una oveja cuando la trasquilan. (Is. 53, 6-7). Por Yavé se afirman los pasos del varón cuyo camino le place. Si cayere, no perma­necerá postrado, porque Yavé lo sostiene de su mano. (Sl. 37, 23-24)

A pesar del auxilio del Cirineo, el peso de la cruz va haciéndose aplastante. ¿Quién, al caer por segunda vez en aquellas circunstancias, no se de­jaría estar en el suelo? Habría llegado la oportu­nidad de desistir. ¡Qué suaves eran las piedras del camino comparadas a los sufrimientos que esta­ban por llegar!
Además, Jesús quiso mostrarnos cuál debe ser la extensión de nuestra confianza, hasta cuán­do recaemos en nuestras faltas. El Salvador está siempre dispuesto a perdonarnos, y para esto es fundamental que nunca nos desanimemos. Ha­biendo Él asumido nuestras culpas, jamás dejará de levantarnos otra vez. Por los méritos infinitos de tu segunda caída, confírmame en tu gracia, te lo imploro por María Santísima.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


VIII Estación
Jesús consuela a las Hijas de Jerusalén

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Lo seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamen­taban por Él. Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: “¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. (Lc 23, 27-31)

A pesar de estar sumergido en los tormentos de la Pasión, Jesús caminaba hacia el triunfo del cumplimiento de su misión. Sus sufrimientos eran una nueva corona de gloria, y por eso afirmó: “no lloren por mí”. En su infinita justicia, Jesús ad­vertía a las mujeres de la necesidad de reparar el pecado colectivo. No bastaba conmoverse con la tragedia de un Dios injustamente ejecutado.
¡Oh Jesús, Señor de Justicia, que premias todo bien y corriges el mal!, dame la gracia de tener plena conciencia de mis locuras y pecados, a fin de descubrir tu amor. Cuanto más profundamente reconociese mis faltas, mejor será mi arrepenti­miento y más amplia será tu absolución.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


IX Estación
Jesús cae por tercera vez

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

El Señor quiso oprimirlo con el sufrimiento. (Is 53, 3)
Porque también Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus hue­llas. Él llevó sobre la cruz nuestros pecados, car­gándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. (1 Pe 2, 21, 24)

Ahí está ante mis ojos, y bajo el peso de la cruz, la luz del mundo caída al suelo por tercera vez.
¿De qué apoyo servía el Cirineo para cargar la cruz? ¿Por qué no tomó sobre sus hombros la par­te más pesada? Si los soldados ya habían decidido obligar al Cirineo a cargar la cruz, es porque com­prendían el estado de agotamiento de su víctima. ¿Por qué le exigen seguir caminando?
Una vez más ésta es la imagen de nuestra mise­ria. Así somos nosotros.
Perdón por ser relajado en el cumplimiento de mi deber. Bien sé que no siendo perfecto como nuestro Padre celestial es perfecto, hago tu cruz aún más pesada. Yo soy también la causa de esta tercera caída.
Te agradezco el ejemplo de generosidad y entre­ga totales que me das en este paso de la Pasión, y te ruego las gracias necesarias para servirte conti­nuamente con amor desinteresado y ánimo fuerte.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


X Estación
Jesús es despojado de sus vestiduras

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Después que los soldados crucificaron a Je­sús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, por­que estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí: “No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura que dice: “Se repar­tieron mis vestiduras y sortearon mi túnica.” (Jn 19, 23-24).

¿Quién podría imaginar tan grande humillación? Jesús, el propio creador del pudor, y dotado con éste en el grado más perfecto, es despojado de sus vestidos frente a toda aquella gente. Tal vez fuese para reparar el valor del cuerpo tan relativizado ayer y hoy. Cuatro son los rincones de la Tierra, y en cua­tro se repartieron sus pertenencias. Es un bellísi­mo símbolo de la expansión de la más alta de las obras de Jesús, la Santa Iglesia, que tomaría cuen­ta de todo el mundo.
Los soldados decidieron sortear la túnica, por­que concluyeron que se trataba de una pieza de elevado valor, pues no tenía una sola costura de arriba abajo.
La Santa Iglesia está simbolizada en su unidad perfecta por la túnica sin costura. Ella reclama una unidad total entre todos sus fieles, no permitiendo la menor división.
¡Oh Jesús mío! Que ame la unidad de tu San­ta Iglesia y sea testigo de su misión en el mundo entero, nunca haciendo distinción de personas en esta tarea, para ayudarte a salvar a los pobres, a los ricos, a cualquier clase de almas.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén


XI Estación
Jesús es clavado en la Cruz

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Cuando llegaron al lugar llamado “Calva­rio”, lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Pilato redactó una inscripción que decía: “Jesús el Na­zareno, rey de los judíos”, y la hizo poner sobre la cruz. (Lc 23,33; Jn 19,9)

Por fin llega Jesús al Calvario, lugar en el cual, según una piadosa y antigua tradición, había sido sepultado Adán. Allí había abundado el pecado, allí desbordaría la gracia.
¡Crucificado! Aquella misma cruz que tanto le 38 39
pesaba sobre los hombros sería el instrumento de su muerte. Los brazos abiertos, para atraer a Sí a toda la humanidad, sin distinción, personas de cualquier especie, como afirma San Juan Cri­sóstomo. Ya en estado pre-agónico, enormes cla­vos perforan sus manos y sus pies.
La maldad de sus acusadores llega al punto de crucificarlo entre dos ladrones, para que fuera te­nido también como uno de ellos. Él entregaba su herencia más preciosa — María Santísima — al discípulo amado, en un último y supremo gesto de amor filial.
¡Te doy gracias, oh Jesús mío! En esta medita­ción, reconstruyo el drama de la locura de amor de un Dios por sus criaturas. Si yo fuera el único que hubiese pecado, tu procedimiento no habría sido distinto. Por eso afirmo con toda seguridad: tú fuiste crucificado por mí.
Concédeme las mismas gracias derramadas so­bre el buen ladrón y que yo pueda, como Él, un día estar contigo en el Paraíso.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


XII Estación
Jesús muere en la Cruz

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Después de beber el vinagre, dijo Jesús: “Todo se ha cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a Él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con su lanza, y al instante brotó sangre y agua. (Jn 19, 28-30 , 32-34)

“Inclinando la cabeza, entregó el espíritu.” A este respecto afirma San Agustín: “¿Quién puede dormir cuando quiere, como Jesús murió cuando quiso?”. Y en el mismo sentido, leemos en San Juan Crisóstomo: “Por sus actos indica el Evange­lista que Él era Señor de todas las cosas.”
“Brotó sangre y agua”, que simbolizan los Sa­cramentos de la Iglesia, indispensables para nues­tra salvación. San Juan emplea el verbo “atrave­sar” para significar el paso de la puerta de la cual nacería la Santa Iglesia.
¡Oh Jesús mío, mayor prueba de amor no hay! ¡Diste tu preciosísima vida por mí! ¿Y qué debo dar yo? ¿Qué más grandioso podría recibir? ¡Pen­sar que este mismo sacrificio se renueva todos los días sobre el altar, de forma incruenta, pudiendo beneficiarme totalmente de él!
¡Ah, Señor, acepta mi pobre ser, mi cuerpo, mi alma, mis parientes, todo lo que me pertene­ce ahora y me pertenecerá en el futuro, hasta mis méritos. Todo es tuyo, Señor, y te lo entrego, por medio de María Santísima.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


XIII Estación
Jesús es bajado de la Cruz

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto, por temor a los judíos, pidió autorización a Pilato para re­tirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue también Nicodemo, el mis­mo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas empapadas en aquel perfume, según es costumbre sepultar entre los judíos. (Jn 19, 38-40)

La Providencia traza con perfección las líneas de la Historia. José de Arimatea, además de ser noble, tenía muchas relaciones con Poncio Pilato, reuniendo, por lo tanto, las condiciones favorables para obtener de él la autorización necesaria para que Jesús no fuese enterrado como un condenado cualquiera, sino como una persona. ¿Quién, a no ser José, tendría el coraje de presentarse al gober­nador romano para pedirle el cuerpo de un crucifi­cado? Por eso, a respecto de él, comenta San Juan Crisóstomo: “Véase el valor de este hombre; se pone en peligro de muerte, atrayendo sobre sí la enemistad de todos, por su afecto a Jesucristo...”
Qué gracia única diste a este José, la de poder bajar de la cruz, con el auxilio de Nicodemo, el cuerpo de Jesús.
¡Señor Jesús!, viéndote así, sin vida, siento ge­mir a mi corazón. Estas manos, que dieron órde­nes a los mares y a las tempestades, que expulsa­ron a los vendedores del Templo, que hicieron el bien por todo Israel, ya no se articulan. Tus pies, que caminaron sobre las aguas y cruzaron todas las distancias de tu nación en busca de los necesi­tados, no se mueven. Tu voz, que hacía estreme­cer a los fariseos y que perdonaba con dulzura a los pecadores arrepentidos, ya no se hace oír. Tu mirada, que santificó a Pedro, ahora está vidriosa. Una sola llaga te cubre, de arriba abajo.
¡Oh Virgen Dolorosa! Te imploro la insigne gra­cia de mantener ante mí, esta terrible imagen cau­sada por mi pecado. ¡Ruego, Madre mía, ruego! ¡Ayúdame a no pecar nunca más!

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


XIV Estación
Jesús es colocado en el sepulcro

V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Porque por tu santa Cruz redimiste al mundo.

Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Como era para los judíos el día de la Preparación y el monumento estaba cerca, pusieron allí a Jesús. Después [José de Arimatea] hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, y se fue. María Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro. (Jn 19, 41-42 : Mt 27, 60-61)

Una gran piedra nos separa, en este momento, del cuerpo de Jesús.
Quien tuviese fe, podría adorar a Jesús en Cuer­po y Divinidad presente en el sepulcro, y bene­ficiarse de él recibiendo las gracias concedidas directamente por el Salvador. Este fue el gran consuelo de las Santas Mujeres.
Por esto afirma San Jerónimo: “Las mujeres per­severaron en su fe y fueron al sepulcro, esperando lo que Jesús había prometido; por esa razón mere­cieron ser las primeras que vieron la Resurrección, porque ‘quien persevera hasta el fin, se salvará’” .
¡Felices santas mujeres! Pero más felices somos nosotros, pues tenemos a Jesús Resucitado en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad presente en la Eucaristía. En ella lo adoramos, no con “una gran piedra” de por medio, sino solamente a través de las apariencias de pan y de vino.
A ti, oh Virgen, recurro, a fin de que obtengas de Jesús sepultado la confirmación en la gracia de Dios para que, un día, siguiendo tus caminos y los suyos, pueda también yo resucitar para la gloria eterna.

Padre Nuestro. Ave María. Gloria.

V/. Sagrado Corazón de Jesús, víctima de los pecado­res,
R/. Ten piedad de nosotros.
V/. Que las almas de los fieles difuntos, por la miseri­cordia de Dios, descansen en paz.
R/. Amén.


Oración final

En ti, oh Virgen Dolorosa, recuerdo la síntesis de todos los episodios por mí meditados. ¡Qué gracias místicas te deben haber sido concedidas en medio a aquellas angustias! ¡Gracias por sentir en ti los propios dolores del Redentor. Madre Co- Redentora!.
Y es a ti a quien “acudo, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados”, con la inquebranta­ble convicción de que “jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamado tu socorro haya sido abandonado”.
Y mucho te pido también por la sociedad en ge­neral y por la propia Santa Iglesia Católica Apos­tólica Romana, para que lleguen a la plenitud de su esplendor y de su gracia, y pueda así ser rea­lizada la proclamación universal del triunfo de tu Inmaculado Corazón:
“¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”.
Amén.


Indulgencias del Vía Crucis

Además de los méritos adquiridos por el ejer­cicio del Vía Crucis, también podemos ser bene­ficiados fácilmente por las indulgencias que la Iglesia concede a quien cumpla con determinadas condiciones.
Por la obtención de indulgencias se nos perdona, total o parcialmente, la pena debida por nuestros pecados, o sea, el Purgatorio después de la muer­te. Las indulgencias pueden ser aplicadas también a las almas de personas ya fallecidas.


Requisitos para obtener la indulgencia plenaria con el Vía Crucis

Se puede obtener indulgencia plenaria rezando el Vía Crucis de acuerdo con la costumbre, que consiste en hacer las lecturas, oraciones y medi­taciones de cada estación delante del respectivo cuadro o cruz, colocados habitualmente a lo lar­ go de las paredes de las Iglesias. Cuando el Vía Crucis es rezado en conjunto y hay dificultad de moverse todos, ordenadamente, de una estación a otra, basta que el oficiante se traslade.
Además del rechazo a todo afecto por cualquier pecado, hasta el venial, también es preciso cum­plir con las siguientes condiciones: confesión sa­cramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo Pontífice (se acostumbra rezar un Padre Nuestro, Ave María y Gloria). Una confesión puede valer para obtener todas las in­dulgencias plenarias durante el período de un mes.
(Cfr. Manual de Indulgencias, normas y concesiones, Ed. Paulus, 40 edición, 1990)